viernes, 26 de junio de 2015

El Monstruo Alado (The Deadly Mantis, 1957)


Gorilas gigantes, monstruos prehistóricos, cangrejos, tarántulas, extraños pajarracos... incluso una mujer de 50 pies. Criaturas de muy diversas formas y colores (al menos en blanco, negro e infinita gama de grises) procedentes de nuestro querido planeta se unían a la amenaza extraterrestre para amenizar cinematográficamente el convulso período central del siglo XX, y, de paso, lanzar mensajes propagandísticos muy inofensivos actualmente pero supuestamente bien ocultos en su momento.

Lógicamente, la mantis religiosa, una de las criaturas más voraces y despiadadas del catálogo de nuestra zoología no podía librarse de convertirse en una bestia sembradora de terror. Eso sí, aumentándola considerablemente de tamaño para colectivizar el pánico. Aparte de la novedad del bicho en cuestión, el argumento de The Deadly Mantis (Nathan Juran, 1957) difiere muy poco de otros títulos: la erupción de un volcán en el Atlántico Sur provoca, por un científicamente probado efecto mariposa, la ruptura de un iceberg en Groenlandia que contenía congelado a un supuesto animal prehistórico, una mantis gigante. Una vez despierta de un letargo de millones de años, comete sus primeras fechorías en el Polo Norte, devorando militares y espantando esquimales, pero poco a poco, atravesando Canadá sin mayor novedad, acaba en Estados Unidos, donde [SPOILER] es finalmente derrotada [/SPOILER]. En este caso, el hecho de que sean militares los primeros testigos de las huellas del monstruo hace que el increíble relato de su existencia resulte mucho más verosímil que si el autor del hallazgo hubiera sido una aventurera eminencia científica (nótese aquí la ironía).

El Monstruo Alado no tiene mucho más argumento que las películas de acción actuales. No hay prácticamente definición ni evolución de los personajes, ni giros inesperados en la trama. Seguramente en su día su atractivo se centraría en la tensión por el avance del monstruo en su camino hacia zonas más tropicales y pobladas y en el morbo de ver un insecto gigante. Un insecto que hoy en día, obviamente, asusta bien poquito y que según el plano parece que cambie de tamaño. Sus apariciones, especialmente cuando no está volando, son moderadamente explícitas y se abusa del montaje y de la repetición descarada de planos como métodos descriptivos. Pero a pesar de todo, teniendo en cuenta los medios técnicos y creativos de la época, resulta bastante digno.


El tema de la propaganda política aquí tal vez resulte un poco más evidente que en otros casos. El alarde de la masiva presencia de radares estadounidenses y de la excelencia en las comunicaciones por radio entre toda la estructura militar, desconecta de la película al espectador ajeno a este contexto y que sólo quiere ver cómo en un entorno de ciencia-ficción un insecto de colosales proporciones destruye ciudades y devora neoyorquinos. También llama la atención algún detalle de machismo; el revuelo que genera la presencia de la fotógrafa en una base militar con la testosterona a flor de piel nos puede resultar exagerado en la actualidad.