viernes, 30 de diciembre de 2016

Una historia de Star Wars


Una historia de Star Wars (para bien o para mal, lo de "La guerra de las galaxias" suena hoy en día muy geriátrico), eso es lo que es justamente este caro entremés que nos sirve Disney este 2016 para calmarnos el hambre de más episodios de la saga galáctica por antonomasia. Por un lado, es una película de aventuras espaciales que sin el reclamo de la franquicia pasaría bastante desapercibida, desgraciadamente; parece que el interés de los magnates de Disney es suficiente y necesario para el éxito comercial y subyuga cualquier motivación creativa. Y por otro, encaja lo suficiente y necesariamente bien dentro del universo como para ser merecedor del emblema y aplacar la potencial ira del fan (apócope de fanático) que acude a la sala con lupa y microscopio.

Conscientes de ese contexto, mientras vemos la película inevitablemente dedicamos un porcentaje de nuestra atención a captar las referencias a precuelas y secuelas en forma de personajes, topónimos, acontecimientos, religiones y naves espaciales. Las encontramos efectivamente, y sin escrutar en exceso, en una medida bastante adecuada que no nos impide seguir una trama correcta pero algo escasa.

Se trata de una historia "externa" o "paralela", prescindible para la completa comprensión de la trama principal pero que cronológicamente resulta importante; es la manifestación cinematográfica de la elipsis entre el episodio III y el IV, la representación audiovisual de uno de los párrafos que progresan hacia el horizonte al comienzo de Una nueva esperanza. Y eso hace más bien que mal, aporta información adicional y coherente a la historia que tenemos grabada a fuego en nuestros corazones desde la infancia.

Sin embargo, el papel dentro de la saga del evento que relata Rogue One es tan minúsculo a nivel narrativo -como hemos dicho, apenas un par de líneas en las célebres letras espaciales del comienzo del episodio IV- que dos horas de metraje se presumen excesivas y acusa demasiado el relleno. Especialmente en su primera mitad, donde presentan unos personajes bastante tibios y una relación entre ellos de interés moderado, intercalado con unas escenas de acción que sirven una fácil desconexión a nuestro díscolo cerebro. La segunda mitad (o el último tercio aproximadamente, si contamos en minutos) es radicalmente diferente; minutos de acción con varios frentes abiertos, con tensión, con emoción, con elementos inverosímiles pero que digerimos con agrado, en los que resulta imposible desconectar ni un instante. Son tan brillantes que la pertenencia a la saga Star Wars resulta hasta irrelevante.

Como en toda historia, hay que hablar de los personajes. Al principio cuesta un poco conectar con ellos -Jyn Erso, por favor, tu vida ha sido una catástrofe pero sonríe de vez en cuando-; incluso llegamos a empatizar con el bufón, el alivio cómico de K-2SO, casi por obligación. Esto es Star Wars y necesitamos Han Solos, C3POes y compañías. De nuevo, con la aventura final, es cuando nos emocionamos y sufrimos por la integridad de nuestros recién creados héroes. El desenlace, obvio e inexorable, es para mí lo mejor de la película. Sabemos con certeza que toda la clandestina tipulación del Rogue One morirá -son personajes que ni siquiera se mencionan en las cuatro entregas posteriores estrenadas hasta ahora-, pero aún así su trágico y heroico final, justo cuando empezaban a caernos bien, nos pone los pelos un poquito de punta.

Se produce forzosamente y por exigencias de la coherencia en este fantástico universo, pero se echa en falta más momentos impactantes de esta magnitud. No pasa nada por matar a determinado personaje, no tenemos que esperar 30 años a que el actor que lo encarna ronde la jubilación para hacerlo; los personajes, como la imaginación, son gratis. Si tenemos el talento adecuado, podemos crear más, e incluso mejores.

Luego están las apariciones de celebridades y cameos. Darth Vader interviene poco y sin excesivas estridencias (la escena final es una frivolidad relativamente aceptable). El hecho de que su voz no sea por motivos obvios la del gran Constantino Romero tampoco me ha resultado tan nefasto; no tiene muchas frases y se asemeja bastante a la del doblador albaceteño. El digitalizado Gobernador Tarkin "canta" un poquito, pero porque los talluditos como nosotros sabemos que, a pesar de que tenga el mismo rostro al 90-95%, es imposible que sea nuestro querido Peter Cushing el que encarna el personaje. Y el cameo a lo Hitchcock o Stan Lee de los droides es absolutamente innecesario.

A nivel artístico, la película cumple y sigue a rajatabla el dogma de la trilogía clásica de LucasMichael Giacchino conduce la música siguiendo la estela del mejor compositor de bandas sonoras de la Historia del Cine con bastante dignidad, y no es en absoluto tarea fácil. Eso sí, la carne de gallina asoma sólo en momentos puntuales, en los que reconocemos nota a nota las fanfarrias de John Williams. De nuevo, los efectos especiales se moderan en cuanto a su contenido en CGI y las maquetas son una presencia tan agradecida como lo fueron el año pasado en El Despertar de la Fuerza. Algo que el paso del tiempo juzgará, pero que en el presente, que es lo que nos importa, merece un aplauso.

Rogue One es una película correcta, pero menor. Si fuera una de las oficiales de la saga supondría una gran decepción, pero es muy consciente de su papel y de su relevancia dentro de este universo que Disney se han empeñado -sabiamente desde un punto de vista comercial- en expandir. Por eso hay que verla, sin duda, pero no hace falta revisionarla, ni mucho menos aprenderla de memoria como deberíamos hacer con los episodios del IV al VII.