viernes, 28 de junio de 2013

Y la kriptonita?


Con cierta impaciencia esperábamos el estreno de El Hombre de Acero, la última producción del aclamado cineasta británico Christopher Nolan. Tras el rotundo éxito cosechado por la trilogía de Batman, esta incursión en el otro gran icono del Universo DC tenía un listón muy alto que superar. Además, el hecho de que la dirección corriera a cargo de Zack Snyder elevaba un poco más ese listón. Un director con una carrera no muy longeva pero caracterizada por obras de indudable solvencia estética. Obviamente, la preocupación de Snyder por elementos poco convencionales en sus producciones le ha reportado más críticas que elogios, lo que no impide que se mantenga fiel y coherente a unos principios de manera realmente encomiable. Con él, sabemos que el despliegue visual está asegurado, más allá de que la historia que subyace nos acabe o no de convencer. Y para terminar de justificar su elección no hay que olvidar a esas dos grandes películas (también con sus furibundos detractores y recalcitrantes parodias incorporadas) basadas, como Superman, en cómics, como son 300 o Watchmen.


La historia del superhéroe más famoso de todos los tiempos la conoce todo el mundo. Y quien no sea aficionado a los cómics habrá podido ver sin duda la maravillosa película de Richard Donner de 1978, Superman. Tal vez sea esta sabiduría popular, junto a la voluntad de no aburrir al espectador con los archiconocidos orígenes del héroe, lo que haya motivado el planteamiento narrativo de la primera parte del film. Tras un prólogo muy convincente, donde Russell Crowe ejerce de un Jor-El ciertamente digno y nos presentan al antagonista de la historia, un General Zod encarnado por un también indóneo Michael Shannon (Lex Luthor sin duda será un as en la manga para futuras entregas), nos encontramos con un Kal-El-Clark Kent-Superman en el presente, ya adulto. Las evoluciones de niñez y adolescencia se nos van ofreciendo a través de flashbacks, los cuales en algún momento pueden resultar algo repetitivos o inoportunos, pero que nos resultan interesantes porque aportan una manera novedosa de explicar esa historia tan conocida del crío extraterrestre que aterriza en un rancho de Kansas y se convierte en una especie de marginado en el colegio e instituto. En esta ruptura de la linealidad en la presentación y disección del personaje se nota mucho la mano de Nolan.

Ya hemos destacado la prestancia de Jor-El y Zod, siendo su rivalidad uno de los ingredientes más atractivos de la película. Amy Adams, interpretando a Lois Lane, también cumple sobradamente con un interesante papel aunque, en algunos momentos, su presencia en determinadas situaciones pueda resultar desconcertante. En el otro lado de la balanza situamos a Henry Cavill. Un gancho para el público por su físico impecable, cumple con su rol de insensible extraterrestre pero carece del carisma que sin duda poseía su antecesor en el cargo de kriptoniano, Christopher Reeve. Probablemente uno de los motivos sea la testimonial presencia del reportero Clark Kent. Entre las cualidades más conocidas y reconocidas de Superman una es su dualidad, su doble personalidad de héroe-ciudadano, lo que transporta al espectador a situaciones a medio camino entre el suspense (por mantener en secreto su identidad) y la comedia. Y en El Hombre de Acero no se explota. Sí, buscamos la novedad, que nos expliquen la historia que conocemos al dedillo de manera diferente, pero también nos hace gracia que el superhéroe creado por Jerry Siegel y Joe Shuster visite de vez en cuando una cabina telefónica.

La aportación de otros secundarios de renombre, como Kevin Costner, Laurence Fishburne o Diane Lane, es suficiente pero escasamente conmovedora. En este sentido, el único que debe sentirse plenamente satisfecho y puede incluir esta película en su currículum -tampoco sin excesivos alardes- es Russell Crowe.



Precisamente otro elemento del que carece El Hombre de Acero es el toque cómico. Es verdad que Superman no es tan sarcástico como Iron Man, pero tampoco debe ser tan sublimemente serio como Batman. Los gags no son un ingrediente que Nolan y Goyer utilicen para romper la tensión en momentos determinados de la trama, recurso demasiado académico pero efectivo. Podemos contar dos, a lo sumo tres. Y relativamente gratuitos. Y eso que el espectador aguarda morbosamente los momentos en que el muchacho de Krypton sorprende con sus poderes a los incautos humanos que lo desafían. No sólo no se abusa de este gag fácil pero resultón, sino que es lamentablemente testimonial.

Lo que parecía una película trascendental, con mensaje filosófico y/o religioso -algunas analogías con Jesucristo, por ejemplo, son evidentes-, no es más que otra película de superhéroes. La segunda mitad es un imparable despliegue de medios técnicos, efectos especiales y acción a raudales. Combate, ira y destrucción es lo único que van a procesar nuestras retinas. Esto quizá decepcione a los que esperaban una versión kriptoniana del vigilante de Gotham City, pero sin duda hará las delicias de los aficionados al cine de acción sin pretensiones. Probablemente esta búsqueda del equilibrio no satisfaga a unos, los que buscan una historia profunda, ni a otros, los amantes de los mamporros por doquier. Visualmente pocas pegas se le pueden poner e, independientemente de las expectativas con las que uno entra a la sala con su entrada y sus (ignominiosas) palomitas, no se trata de una película aburrida. El problema principal que encontramos es que las comparaciones, siempre, son odiosas. Y a los padres de Kal-El, por mucho que nos pese, no los mató un atracador a la salida del teatro en Gotham City.

viernes, 7 de junio de 2013

Cine y Realidad


El cine nació como una forma de registrar y reflejar la realidad. Y lo sigue siendo, pero no tanto. En la actualidad, en la mayoría de películas con grandes presupuestos se introducen elementos inverosímiles que, gracias a las casi infinitas posibilidades de los medios digitales, no nos impiden seguir la acción y el argumento. Nos involucramos sin esfuerzo en la historia que nos cuentan a través de la pantalla, al mismo nivel que a principios del siglo XX y nos quedamos cerca de aquellas primeras proyecciones hiperrealistas de los hermanos Lumière.

Tenemos una paradójica sensación de realidad hacia elementos que sabemos a ciencia cierta que no existen: alienígenas, robots, incumplimientos de leyes físicas, etc. Gran parte de culpa de esto lo tiene el cine digital y la creación de efectos especiales a través del ordenador. Con la evolución de la tecnología digital, los píxeles cada vez se notan menos y, hasta cierto punto, nos olvidamos de que estamos viendo una película. Se consigue que determinados elementos se integren en un paisaje real, como los dinosaurios de Parque Jurásico, o bien que establezcan un elevado contraste con ese paisaje, como el T-1000 de Terminator 2.


En definitiva, la composición digital permite tanto viajar al pasado, al Jurásico, como al futuro de un adulto John Connor, y de manera creíble durante las dos horas que dura la película.

La sensación de realidad que nos aporta el lenguaje cinematográfico ha tenido varias etapas en la historia del Séptimo Arte. En los primeros años, durante el cine primitivo, el realismo era tal que los espectadores se integraban en los acontecimientos narrados casi a nivel físico; poco les faltaba para huir despavoridos ante la inminente llegada de la locomotora. Poco después, con la llegada del cine clásico, la pantalla llegó para quedarse. El mundo virtual quedó limitado a su superfície rectangular, haciendo que los espectadores obviaran el resto del espacio físico. Además, con elementos como el montaje, bien utilizados, se superaban las limitaciones espacio-temporales. Las historias eran reales, cotidianas, verosímiles.

No obstante, poco tardó en llegar la fantasía, de la mano del mago George Méliès. Aprovechándose de las posibilidades del nuevo medio y de la candidez de un público desacostumbrado, junto con una muy fértil imaginación, utilizaba el cine para plasmar sus trucos de magia con mayor facilidad e impacto. Por primera vez, y a muy temprana edad, el cine mostraba imágenes que no eran reales.
A nivel artístico y comercial, estos trucos no acabaron de triunfar y el cine realista se impuso rotundamente. Los efectos especiales -definidos como los trucos e instrumentos a disposición del cineasta para mostrar algo que no es real, es decir, para engañar al espectador- se consideraron un componente marginal, una herramienta innecesaria para la verdadera esencia del cine: el reflejo de la realidad. Obras magníficas que los utilizaban, como King Kong u otras del maestro Ray Harryhausen tuvieron éxito, pero eran escasas y suponían prácticamente un subgénero.

La llegada del vídeo a mediados del siglo XX y su aplicación en la técnica cinematográfica supuso un salto de calidad en los efectos especiales. Éstos no dejaron de ser algo marginales, pero, dada la sencillez y comodidad del vídeo, comenzaron a ser más frecuentes. Pero en el cine seguían siendo despreciados y las bondades del nuevo medio se concentraron especialmente en la televisión (obviamente) y los videoclips.

No fue hasta la década de los 90 cuando, gracias a la composición digital, los efectos especiales ganaron importancia hasta el punto de modificar la visión cinematográfica de la representación de la realidad. Fue tan importante la evolución, y tan rápida la adaptación del ojo del espectador, que la percepción de aquellos efectos especiales artesanales, de Méliès, de Harryhausen, que tan creíbles parecían al público de la época, para la generación actual de espectadores puede resultar hasta ridícula. Los efectos que antes se elaboraban delante de la cámara ahora se insertan no ya detrás, sino después, en post-producción.

Una reivindicación parecida experimenta actualmente la animación. Antes de la aparición de los aparatos de Edison o los Lumière existía una serie de artilugios, sencillos pero muy ingeniosos, que se considera el embrión del cine. En una época donde la fotografía comenzaba a popularizarse, surgieron como los primeros intentos de reflejar la imagen en movimiento: thaumátropo, fenakistoscopio, estroboscopio, zoótropo, praxinoscopio, etc. Consistían básicamente en series de dibujos que, gracias a un mecanismo manual, se sucedían en un bucle y -utilizando la persistencia retiniana- otorgaban al cerebro humano la sensación de movimiento.

Sabemos que la animación continuó tras el advenimiento del cine. Pero como sus imágenes no eran realistas, se basaban en meros dibujos y los movimientos eran toscos e inverosímiles, pasó, como los efectos especiales, a un segundo plano. Con la llegada del cine digital, la animación ha resurgido con fuerza. No ha sustituido al cine realista, pero prácticamente se ha equiparado a él a nivel comercial y creativo. Los defensores del cine hiperrealista, de aquél que parecía único (según el cineasta ruso Andréi Tarkovski, el cine abstracto era imposible), han visto cómo el registro de la vida cotidiana no supone la única forma de pasar un buen rato delante de una pantalla.

Más información:
Manovich, Lev. El lenguaje de los nuevos medios de comunicación. Editorial Paidós.