viernes, 30 de agosto de 2013

Mundos Futuros

En el cine y la literatura de ciencia-ficción, la mayoría de historias comparten una misma ubicación temporal: el futuro. La incertidumbre del ser humano acerca de lo que sucederá dentro de siglos y milenios, o incluso la semana que viene, conceden al autor una imprescindible flexibilidad y una enorme libertad creativa. Pocas historias del género se remiten a hechos acontecidos en el pasado y, las que lo hacen, guardan una inevitable relación con el fenómeno de los viajes en el tiempo. En el futuro todo es posible; si contamos cualquier barbaridad científica ambientada en el futuro, resulta hasta verosímil.

Otra cosa muy distinta es la cuestión de la ubicación espacial. En este sentido, existen dos posibilidades: contextualizar la historia en mundos lejanos a los que sólo es posible acceder a través del hiperespacio o viajes a una velocidad superior a la de la luz; o bien, contamos las peripecias de nuestros protagonistas en nuestro querido planeta Tierra, el cual ha sufrido un lavado de cara utópico o distópico en función del mensaje a transmitir por parte del autor.

En el primer caso, las posibilidades son tan ilimitadas como la imaginación de artistas y guionistas a la hora de diseñar planetas y extraterrestres. Para los autores que prefieren permanecer en el Planeta Azul, la creatividad básicamente se limita a imaginar, en el peor de los casos, cómo sería nuestro planeta tras una invasión alienígena, la caída de un meteorito, una guerra nuclear o una rebelión de robots. Si la evolución de la civilización va viento en popa y no sufrimos este tipo de infortunios, lo máximo a lo que podemos aspirar es a una sociedad como de la que intenta fugarse Logan o algo peor, más huxleyano.

Este verano del 2013, cinematográficamente hablando y en lo que respecta a superproducciones, ha sido especialmente generoso con el género de la ciencia-ficción, con un resultado de aprobado alto. Lo que resulta curioso, teniendo en cuenta el abanico tan amplio (casi infinito) de posibilidades, es que salvo la excelente Star Trek: En la Oscuridad (por motivos entendemos que obvios), todas las películas han optado por esta segunda alternativa de ambientar la trama en la Tierra.

Películas como Guerra Mundial Z o Pacific Rim, si bien suceden en nuestro castigado planeta y responden al patrón de respuesta y lucha contra una amenaza concreta y poderosa (zombis y kaijus respectivamente), las podemos obviar del análisis al situarse temporalmente en un futuro no demasiado lejano. Pueden catalogarse dentro de la ciencia-ficción, pero de un tipo bastante light.

Son tres las películas que han motivado esta reflexión y, en consecuencia, este artículo. Películas que transcurren en una Tierra devastada, en un futuro lejano y muy diferente al presente, y que impregnan a la historia ese pesimismo que nos resulta tan morbosamente atractivo.


After Earth, del otrora prometedor director M. Night Shyamalan, es una película pésima. El estatismo del (aún) admirado Will Smith y la absoluta falta de carisma de su hijo Jaden no contribuyen en absoluto a entusiasmar al espectador. A pesar de esto, la destacamos porque el contexto donde sucede la acción tenía un enorme potencial: un planeta Tierra donde la propia naturaleza y unos alienígenas muy poderosos (pero en el fondo realmente absurdos) han obligado al ser humano a emigrar a otros mundos. Smith e hijo acaban aterrizando por accidente en un planeta ahora hostil y la única forma de escapar es vencer el miedo. Y ya está. Previsible hasta para un alma cándida como la nuestra.


Muy diferente es Oblivion, de Joseph Kosinski. Aquí, la tecnología se nos vuelve a ir de las manos y nos vemos obligados a buscar un refugio fuera de nuestra atmósfera. Una película muy correcta, entretenida e interesante, que utiliza elementos de la ciencia-ficción (lo que nos gusta mucho) para contribuir a la intriga y a desenlaces inesperados. Criticada por la omnipresencia de Tom Cruise, algo que resulta sistemático y recalcitrante (la crítica, no la presencia de Cruise) y por la lentitud de algunas secuencias, contiene elementos algo tópicos, es cierto, y alguna incomodidad en el guión, pero el contexto es digno de análisis y la historia concede sorpresas que no son mayúsculas pero que consiguen engancharnos.


Un gran equilibrio entre película de acción y mensaje catastrófico lo encontramos en Elysium, del sorprendente Neill Blomkamp. La Tierra es de nuevo un puñetero desastre y los pocos que viven bien (y muy bien) lo hacen en una particular estación espacial. De las analizadas es la más completa, ya que combina con éxito una transmisión muy contundente de un mensaje político, muy acertado en los tiempos actuales, con dosis de acción, efectos especiales y puñetazos que satisfarán a los que sólo buscan honestamente lo superficial. Le falta algo de solemnidad y el pulido de algunos trazos del guión para convertirse en un clásico del género

Como hemos podido ver, este año no nos hemos tenido que ir muy lejos para vivir en las salas de cine un futuro donde nos dominan las máquinas o hemos sido subyugados por robots o alienígenas. Serán estos robots o alienígenas, que nos obligan a marcharnos o a agachar la cabeza, algún tipo de metáfora? Nunca lo sabremos. Éste es precisamente el poder de la ciencia-ficción.

miércoles, 7 de agosto de 2013

En la Oscuridad

Con relativo optimismo acudimos a ver la nueva entrega de la cinematográficamente remodelada saga Star Trek. El buen sabor de boca que nos dejó la anterior y las excelentes críticas constituían nuestro principal argumento. También la admiración por la saga en cuestión, la pasión por la ciencia ficción y la curiosidad por contemplar el nuevo trabajo del injustamente denostado J.J. Abrams contribuyeron a mantener nuestro interés a un nivel muy alto.
Tal es la tirria que muchos fans profesan hacia Abrams que ya, a día de hoy, vaticinan un rotundo fracaso al futuro (no tan, tan lejano) de la saga rival Star Wars una vez publicado que él era el principal responsable. Por un lado, la adopción de Lucasfilm por parte de Disney provocó no pocos chistes y crossovers (Darth Vader + Mickey Mouse, ya me entienden) al respecto. Por otro lado, J.J. Abrams es un cineasta que ha sabido entusiasmar y decepcionar a sus seguidores casi a partes iguales. A pesar de sus -casi imperdonables- deslices, es un hombre valiente, consciente de la responsabilidad que conlleva tomar las riendas de una franquicia con millones de fans apasionados, que llevarán al paroxismo la minuciosidad con la que observarán cualquier detalle de su trabajo. Un tercer argumento en contra de la asunción de Abrams al universo Star Wars era su implicación en el universo -incomprensiblemente incompatible- Star Trek.

Dada la absurdidad de esta argumentación, nosotros optamos por esperar a que las salas proyecten las nuevas aventuras de la familia Skywalker (o lo que nos tengan deparado los guionistas) para pronunciarnos. Y confesamos que la presencia de Abrams supone una garantía de que no nos dejará indiferentes. Para bien o para mal. Es más, creemos firmemente que será difícil que sean inferiores a los resultados que nos ofreció el propio padre de la saga, el incuestionable George Lucas, con sus episodios I, II y III.

De momento tenemos dos entregas de Star Trek, ambas excelentes. Incluso esta segunda, Star Trek: En la Oscuridad es superior a la anterior. Y es superior a la mayoría de películas de acción y ciencia ficción que hemos visto últimamente.

El comienzo no puede ser más espectacular e indicativo de lo que nos espera, con los tripulantes de la Enterprise jugándose literalmente la vida. El desenlace de esta secuencia inicial, emocionante pero aparentemente trivial, supondrá un importante condicionante en las relaciones personales de los protagonistas. A partir de aquí se sucederán una serie de actos terroristas y de espionaje que hemos visto en infinidad de ocasiones pero que conservan su prestancia de una manera muy sólida.

La película mantiene un ritmo muy elevado durante las aproximadamente dos horas de duración. Son pocos los momentos de respiro que deja al espectador con planos largos o diálogos extremadamente filosóficos. Y eso nos complace, sin duda. En el terreno interpretativo destaca sobremanera el actor inglés Benedict Cumberbatch, hasta ahora conocido por su papel de Holmes en la serie Sherlock pero del que seguramente oiremos hablar mucho de aquí en adelante. Su presencia, en el papel del villano Khan, incrementa el prestigio de la narración a niveles casi shakesperianos. En el otro lado nos encontramos haciendo del Capitán Kirk con un voluntarioso Chris Pine en busca del carisma que sin duda ha alcanzado Zachary Quinto en su papel de Spock. No se trata de una aventura de un solo héroe, en la tripulación de la Enterprise hay miembros para todos los gustos, pero en esta película, aparte de Kirk y Spock, únicamente destacaríamos los personajes interpretados por Simon Pegg y Karl Urban. El resto apenas resultan importantes para la trama y, especialmente, empáticos para el espectador. Tal vez la aparición de Alice Eve aportaría algo de frescura, siempre sin quitar protagonismo a los tres personajes principales.

La historia contiene alicientes interesantes y que siempre encuentran el gancho con el espectador: enemigos que se vuelven aliados, traidores, revelaciones sorprendentes... Tal vez estas sorpresas no sean del todo imprevisibles y se abuse un poco de los momentos de tensión, como las famosas cuentas atrás que se detienen en el momento justo (confiamos en que esto no será un spoiler), pero cumplen sobradamente su función y no estropean en absoluto el producto final.

Un producto elaborado con cariño. Técnicamente impecable. En las películas de ciencia-ficción, donde se muestran elementos que no existen en la realidad como androides o naves espaciales, los efectos por ordenador son menos escandalosos, siempre es más fácil y agradecido el uso de la tecnología digital. Pero para conseguir la ansiada y ambigua verosimilitud hacen falta recursos económicos, que los hay, y artísticos. Y de estos segundos también hay de sobra.

En conclusión, Star Trek: En la Oscuridad es una película que cumple el propósito mínimo, entretener, y que además emociona y nos mantiene en tensión sin dejar de recompensarnos con esos gags necesarios para rebajarla (mención especial a la particular personalidad del señor Spock y al bueno de Simon Pegg).
Señores, estamos ante una de las mejores películas del año.

viernes, 28 de junio de 2013

Y la kriptonita?


Con cierta impaciencia esperábamos el estreno de El Hombre de Acero, la última producción del aclamado cineasta británico Christopher Nolan. Tras el rotundo éxito cosechado por la trilogía de Batman, esta incursión en el otro gran icono del Universo DC tenía un listón muy alto que superar. Además, el hecho de que la dirección corriera a cargo de Zack Snyder elevaba un poco más ese listón. Un director con una carrera no muy longeva pero caracterizada por obras de indudable solvencia estética. Obviamente, la preocupación de Snyder por elementos poco convencionales en sus producciones le ha reportado más críticas que elogios, lo que no impide que se mantenga fiel y coherente a unos principios de manera realmente encomiable. Con él, sabemos que el despliegue visual está asegurado, más allá de que la historia que subyace nos acabe o no de convencer. Y para terminar de justificar su elección no hay que olvidar a esas dos grandes películas (también con sus furibundos detractores y recalcitrantes parodias incorporadas) basadas, como Superman, en cómics, como son 300 o Watchmen.


La historia del superhéroe más famoso de todos los tiempos la conoce todo el mundo. Y quien no sea aficionado a los cómics habrá podido ver sin duda la maravillosa película de Richard Donner de 1978, Superman. Tal vez sea esta sabiduría popular, junto a la voluntad de no aburrir al espectador con los archiconocidos orígenes del héroe, lo que haya motivado el planteamiento narrativo de la primera parte del film. Tras un prólogo muy convincente, donde Russell Crowe ejerce de un Jor-El ciertamente digno y nos presentan al antagonista de la historia, un General Zod encarnado por un también indóneo Michael Shannon (Lex Luthor sin duda será un as en la manga para futuras entregas), nos encontramos con un Kal-El-Clark Kent-Superman en el presente, ya adulto. Las evoluciones de niñez y adolescencia se nos van ofreciendo a través de flashbacks, los cuales en algún momento pueden resultar algo repetitivos o inoportunos, pero que nos resultan interesantes porque aportan una manera novedosa de explicar esa historia tan conocida del crío extraterrestre que aterriza en un rancho de Kansas y se convierte en una especie de marginado en el colegio e instituto. En esta ruptura de la linealidad en la presentación y disección del personaje se nota mucho la mano de Nolan.

Ya hemos destacado la prestancia de Jor-El y Zod, siendo su rivalidad uno de los ingredientes más atractivos de la película. Amy Adams, interpretando a Lois Lane, también cumple sobradamente con un interesante papel aunque, en algunos momentos, su presencia en determinadas situaciones pueda resultar desconcertante. En el otro lado de la balanza situamos a Henry Cavill. Un gancho para el público por su físico impecable, cumple con su rol de insensible extraterrestre pero carece del carisma que sin duda poseía su antecesor en el cargo de kriptoniano, Christopher Reeve. Probablemente uno de los motivos sea la testimonial presencia del reportero Clark Kent. Entre las cualidades más conocidas y reconocidas de Superman una es su dualidad, su doble personalidad de héroe-ciudadano, lo que transporta al espectador a situaciones a medio camino entre el suspense (por mantener en secreto su identidad) y la comedia. Y en El Hombre de Acero no se explota. Sí, buscamos la novedad, que nos expliquen la historia que conocemos al dedillo de manera diferente, pero también nos hace gracia que el superhéroe creado por Jerry Siegel y Joe Shuster visite de vez en cuando una cabina telefónica.

La aportación de otros secundarios de renombre, como Kevin Costner, Laurence Fishburne o Diane Lane, es suficiente pero escasamente conmovedora. En este sentido, el único que debe sentirse plenamente satisfecho y puede incluir esta película en su currículum -tampoco sin excesivos alardes- es Russell Crowe.



Precisamente otro elemento del que carece El Hombre de Acero es el toque cómico. Es verdad que Superman no es tan sarcástico como Iron Man, pero tampoco debe ser tan sublimemente serio como Batman. Los gags no son un ingrediente que Nolan y Goyer utilicen para romper la tensión en momentos determinados de la trama, recurso demasiado académico pero efectivo. Podemos contar dos, a lo sumo tres. Y relativamente gratuitos. Y eso que el espectador aguarda morbosamente los momentos en que el muchacho de Krypton sorprende con sus poderes a los incautos humanos que lo desafían. No sólo no se abusa de este gag fácil pero resultón, sino que es lamentablemente testimonial.

Lo que parecía una película trascendental, con mensaje filosófico y/o religioso -algunas analogías con Jesucristo, por ejemplo, son evidentes-, no es más que otra película de superhéroes. La segunda mitad es un imparable despliegue de medios técnicos, efectos especiales y acción a raudales. Combate, ira y destrucción es lo único que van a procesar nuestras retinas. Esto quizá decepcione a los que esperaban una versión kriptoniana del vigilante de Gotham City, pero sin duda hará las delicias de los aficionados al cine de acción sin pretensiones. Probablemente esta búsqueda del equilibrio no satisfaga a unos, los que buscan una historia profunda, ni a otros, los amantes de los mamporros por doquier. Visualmente pocas pegas se le pueden poner e, independientemente de las expectativas con las que uno entra a la sala con su entrada y sus (ignominiosas) palomitas, no se trata de una película aburrida. El problema principal que encontramos es que las comparaciones, siempre, son odiosas. Y a los padres de Kal-El, por mucho que nos pese, no los mató un atracador a la salida del teatro en Gotham City.

viernes, 7 de junio de 2013

Cine y Realidad


El cine nació como una forma de registrar y reflejar la realidad. Y lo sigue siendo, pero no tanto. En la actualidad, en la mayoría de películas con grandes presupuestos se introducen elementos inverosímiles que, gracias a las casi infinitas posibilidades de los medios digitales, no nos impiden seguir la acción y el argumento. Nos involucramos sin esfuerzo en la historia que nos cuentan a través de la pantalla, al mismo nivel que a principios del siglo XX y nos quedamos cerca de aquellas primeras proyecciones hiperrealistas de los hermanos Lumière.

Tenemos una paradójica sensación de realidad hacia elementos que sabemos a ciencia cierta que no existen: alienígenas, robots, incumplimientos de leyes físicas, etc. Gran parte de culpa de esto lo tiene el cine digital y la creación de efectos especiales a través del ordenador. Con la evolución de la tecnología digital, los píxeles cada vez se notan menos y, hasta cierto punto, nos olvidamos de que estamos viendo una película. Se consigue que determinados elementos se integren en un paisaje real, como los dinosaurios de Parque Jurásico, o bien que establezcan un elevado contraste con ese paisaje, como el T-1000 de Terminator 2.


En definitiva, la composición digital permite tanto viajar al pasado, al Jurásico, como al futuro de un adulto John Connor, y de manera creíble durante las dos horas que dura la película.

La sensación de realidad que nos aporta el lenguaje cinematográfico ha tenido varias etapas en la historia del Séptimo Arte. En los primeros años, durante el cine primitivo, el realismo era tal que los espectadores se integraban en los acontecimientos narrados casi a nivel físico; poco les faltaba para huir despavoridos ante la inminente llegada de la locomotora. Poco después, con la llegada del cine clásico, la pantalla llegó para quedarse. El mundo virtual quedó limitado a su superfície rectangular, haciendo que los espectadores obviaran el resto del espacio físico. Además, con elementos como el montaje, bien utilizados, se superaban las limitaciones espacio-temporales. Las historias eran reales, cotidianas, verosímiles.

No obstante, poco tardó en llegar la fantasía, de la mano del mago George Méliès. Aprovechándose de las posibilidades del nuevo medio y de la candidez de un público desacostumbrado, junto con una muy fértil imaginación, utilizaba el cine para plasmar sus trucos de magia con mayor facilidad e impacto. Por primera vez, y a muy temprana edad, el cine mostraba imágenes que no eran reales.
A nivel artístico y comercial, estos trucos no acabaron de triunfar y el cine realista se impuso rotundamente. Los efectos especiales -definidos como los trucos e instrumentos a disposición del cineasta para mostrar algo que no es real, es decir, para engañar al espectador- se consideraron un componente marginal, una herramienta innecesaria para la verdadera esencia del cine: el reflejo de la realidad. Obras magníficas que los utilizaban, como King Kong u otras del maestro Ray Harryhausen tuvieron éxito, pero eran escasas y suponían prácticamente un subgénero.

La llegada del vídeo a mediados del siglo XX y su aplicación en la técnica cinematográfica supuso un salto de calidad en los efectos especiales. Éstos no dejaron de ser algo marginales, pero, dada la sencillez y comodidad del vídeo, comenzaron a ser más frecuentes. Pero en el cine seguían siendo despreciados y las bondades del nuevo medio se concentraron especialmente en la televisión (obviamente) y los videoclips.

No fue hasta la década de los 90 cuando, gracias a la composición digital, los efectos especiales ganaron importancia hasta el punto de modificar la visión cinematográfica de la representación de la realidad. Fue tan importante la evolución, y tan rápida la adaptación del ojo del espectador, que la percepción de aquellos efectos especiales artesanales, de Méliès, de Harryhausen, que tan creíbles parecían al público de la época, para la generación actual de espectadores puede resultar hasta ridícula. Los efectos que antes se elaboraban delante de la cámara ahora se insertan no ya detrás, sino después, en post-producción.

Una reivindicación parecida experimenta actualmente la animación. Antes de la aparición de los aparatos de Edison o los Lumière existía una serie de artilugios, sencillos pero muy ingeniosos, que se considera el embrión del cine. En una época donde la fotografía comenzaba a popularizarse, surgieron como los primeros intentos de reflejar la imagen en movimiento: thaumátropo, fenakistoscopio, estroboscopio, zoótropo, praxinoscopio, etc. Consistían básicamente en series de dibujos que, gracias a un mecanismo manual, se sucedían en un bucle y -utilizando la persistencia retiniana- otorgaban al cerebro humano la sensación de movimiento.

Sabemos que la animación continuó tras el advenimiento del cine. Pero como sus imágenes no eran realistas, se basaban en meros dibujos y los movimientos eran toscos e inverosímiles, pasó, como los efectos especiales, a un segundo plano. Con la llegada del cine digital, la animación ha resurgido con fuerza. No ha sustituido al cine realista, pero prácticamente se ha equiparado a él a nivel comercial y creativo. Los defensores del cine hiperrealista, de aquél que parecía único (según el cineasta ruso Andréi Tarkovski, el cine abstracto era imposible), han visto cómo el registro de la vida cotidiana no supone la única forma de pasar un buen rato delante de una pantalla.

Más información:
Manovich, Lev. El lenguaje de los nuevos medios de comunicación. Editorial Paidós.

martes, 14 de mayo de 2013

Kiss Kiss Bang Bang

Recientemente se ha estrenado la tercera entrega de Iron Man, con la que casi todo el mundo parece entusiasmado. No es que me parezca mala, pero si que posiblemente sea el peor trabajo de su director, Shane Black.
Aunque podría hablarles largo y tendido de dos de sus trabajos más reconocidos, como son los guiones de Arma Letal y El Último Boy Scout, posiblemente dos obras maestras de su genero, les hablaré de otra película de colegas, menos conocida en España, aunque no funciono mal es EEUU, la película es Kiss Kiss Bang Bang.


Para mi parecer, esta película sería al genero policiaco y de colegas, los dos generos de los que bebe la cinta, lo que Scream fue al genero de terror.
Utiliza todos los tópicos, narrador, tramas que no tienen nada que ver, que luego lo tienen que ver todo, mujeres fatales, ambientes turbios...., con un talento y gracia que pocas veces hemos podido disfrutar en muchos años. Los diálogos son chispeantes, con un ritmo sobresaliente. Los protagonistas encajan en los personajes perfectamente. Robert Downey Jr. fantástico como siempre y Val Kilmer con una ambigüedad divertidisima. Michelle Monaghan nunca ha estado tan guapa.
Si no la han visto, se la recomiendo encarecidamente. No se arrepentirán.

viernes, 3 de mayo de 2013

Muertos vivientes

Los muertos vivientes están de moda. Y la causa principal, hay que reconocerlo, es el gran éxito de la serie de la AMC The Walking Dead. La irrupción del género de terror -el cual cuenta con una gran fidelidad por parte de los fans y un extraño magnetismo por los que no son tan aficionados- en un medio tan en auge actualmente como las series de televisión aseguraba prácticamente el triunfo.
 

Sin embargo, la forma en que han añadido el ingrediente del terror a la fórmula ha desatado casi tantas pasiones como animadversiones. Como ya comentamos a través de alguna pincelada en el blog El Meollo de la Enjundia, en The Walking Dead los muertos vivientes (o, como los llaman para ¿deshorrorizarlos?, simplemente caminantes) dan la impresión de que suponen únicamente un contexto para ubicar al espectador en la trama realmente importante (para los guionistas): las relaciones interpersonales entre los protagonistas y con el resto de humanidad.


Estas relaciones no dejan de mantener cierto interés; el problema son los excesivos altibajos. Escenas vibrantes y de máxima tensión se combinan con episodios de auténtico sopor. Paradójicamente, el espectacular inicio de la primera temporada, con un par de capítulos a un nivel equiparable al de una gran película de terror, ha sido su mayor inconveniente. Es comprensible que, debido a su longitud, una serie no pueda ni deba mantener ese ritmo frenético. Pero lo que resultó algo decepcionante fue que ese ritmo cayó
estrepitosamente, hasta el punto de hacer olvidar por momentos al espectador que estaba viendo una historia donde los zombies habían conquistado Estados Unidos (y el mundo, suponemos).

 
Afortunadamente, el género de los muertos vivientes no es reciente ni nació con el cómic de Kirkman. En su versión más popular se suele atribuir el origen en la excelente película La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero. Este film, muy modesto en apariencia, creó nada menos que un género que, según lo que actualmente podemos comprobar, sigue siendo exitoso. Los protagonistas, gente indefensa, ciudadanos comunes con los cuales el espectador en seguida empatiza, son asediados por unos seres lentos, torpes, débiles pero rabiosamente numerosos.

La grandeza de la película de Romero radica en que, tras mucha ingesta que hayamos podido tener de películas de muertos que se levantan, el desarrollo de la trama, la fotografía, la iluminación, siguen inquietando. Su mayor reconocimiento, es cierto, es la ostentación del título de pionera en el género de zombies, pero eso no es obstáculo para que nos siga dando un miedo relativo. La comparación con la serie de la AMC resulta ignominiosa y abusiva. teniendo en cuenta que The Walking Dead ha tenido más de 40 años para aprender y mejorar la historia. Sin ser mala -al contrario, es una serie muy recomendable-, está a años luz de la obra de Romero.

De nuevo insistiremos en que en las series, por su duración, es necesario dosificar las escenas de acción. Pero éstas tienen una duración mucho más variable que un largometraje. De hecho, en ésta la primera temporada dura solamente seis capítulos, algo inusual. The Walking Dead, a pesar de la ventaja que puede tener por la experiencia y por la evolución tecnológica, no sabe aprovecharla. La noche de los muertos vivientes es mucho más trepidante a nivel global. El gore y los efectos especiales sí, en The Walking Dead están muy presentes, y en casi todo momento impecablemente implementados, pero éstos sólo generan impacto a corto plazo, algo insatisfactorio en una narración tan longeva. La película de 1968 también tiene detalles de gore, poco desagradable para nuestros acostumbrados estómagos pero sinceramente muy digno. También son importantes las relaciones entre los personajes, que en un entorno hostil donde la prioridad debe ser la supervivencia rivalizan y hasta se liquidan entre ellos. Y resultando mucho más dinámico y sin necesidad de recurrir a largos capítulos para moldear las distintas personalidades. También el elemento infantil, algo imprescindible, al parecer, para dar miedo, es mucho más tenebroso en la película de George A. Romero.
Dicen que las comparaciones son odiosas. Tampoco se debe emitir un juicio de algo que aún no ha concluido. Sin embargo, una serie es un producto de consumo prolongado y debe mantener un ritmo y una satisfacción constantes, ya que es muy fácil abandonarlo antes de su conclusión. Y viendo la evolución de los acontecimientos, y comparándola con el excelente final de La noche de los muertos vivientes -el cual combina, todo en uno, un final para el mundo, otro para el espectador y otro para los protagonistas-, los guionistas de The Walking Dead deben, en sentido figurado por supuesto, resucitar.


jueves, 28 de marzo de 2013

Viejas Glorias

Son diversas las circunstancias que están marcando la procelosa tendencia del cine actual. La principal y más obvia es la profunda crisis creativa y escasez de ideas que, unida al potencial económico de determinados productos de moda (o como se dice ahora, mainstream), convierte el presente panorama cinematográfico del cine que nos gusta, de simple diversión y entretenimiento, en un árido páramo de nuevas ideas. Los que, pese a nuestra relativa juventud, llevamos décadas acudiendo a las salas de cine -esquivando siempre las temibles palomitas, por supuesto- respondiendo al reclamo de este tipo de producciones, tenemos hoy en día la capacidad de sorpresa y emoción bajo mínimos alarmantes.

En este contexto no es de extrañar que, en el mejor de los casos, comercialmente sólo triunfen proyectos como: adaptaciones literarias con cosas que dicen llamarse vampiros; explotaciones hasta la saciedad de sagas procedentes de otros medios -superhéroes de Marvel o DC con sus correspondientes reboots o crossovers, robots que se convierten en medios de locomoción, etc.-; requeteadaptaciones del otrora brillante Tim Burton; y, claro, los satánicos remakes.

De las mismas entrañas de este entorno casi apocalíptico, dos acontecimientos han arrojado algo de luz y esperanza a nuestros castigados ojos cinéfilos: en primer lugar, la idea de crear un producto algo frívolo pero sin duda valiente como Los Mercenarios. La primera parte, sin defraudar, tal vez no satisfizo plenamente nuestras elevadas expectativas; sin embargo, esa pequeña frustración fue rápidamente subsanada con una apoteósica segunda entrega. No duden que para la tercera, que debería ser impuesta por ley, acudiremos fieles a la cita.



El otro hecho que nos aporta una (probablemente efímera) ilusión no tiene relación directa con el cine; es la retirada del gran, en todos los sentidos, Arnold Schwarzenegger del mundo de la política. Los que no rondamos mucho por California preferimos verlo en la gran pantalla, repartiendo mamporros y mostrando su característica cara de oler mierda. Sus últimos pinitos cinematográficos, encarnando a un Terminator al borde del desguace, nos dejaron un ligero mal sabor de boca y, aunque a sus sesenta y tantos años no luzca la frescura de Hércules en Nueva York, su presencia y su largo apellido supone una gran motivación para sus incondicionales.

Nos emociona comprobar cómo a partir de Los Mercenarios están surgiendo una serie de propuestas que, con las inevitables restricciones del mercado y de la edad de los actores, parecen encaminadas a cumplir los deseos de una generación, la nuestra. El resultado generalmente no suele ser excelente, pero aporta ese plus de nostalgia y de empatía del espectador que suple la mayoría de sus carencias.

Siendo justos debemos reconocer que el artífice de todo esto probablemente es Sylvester Gardenzio Stallone y su confianza en un proyecto tan descabellado como Los Mercenarios. El actor italoamericano, a través de su trabajo, siempre se ha mostrado reacio a abandonar aquel cine que tan buenos ratos nos hizo pasar en los años ochenta y principios de los noventa. Esta testarudez le hacía participar en prolongaciones, de necesidad relativa y éxito discreto, de sagas protagonizadas por los dos personajes que le encumbraron y que, de paso, marcaron a nuestra generación: John Rambo y Rocky Balboa. Lejos de alcanzar el nivel de sus predecesoras y de convertirse en clásicos, estas películas únicamente sirvieron para mantener viva la tenue llama de nuestros recuerdos.


Mientras tanto, ahí estaban nuestros "queridos" e incomprendidos remakes, un fenómeno que tal vez merecería un artículo aparte en este blog. Una de los pocos aspectos positivos de este tipo de producciones es su voluntad, interesada comercialmente o no, de resucitar (otros políticamente más correctos dirían "homenajear") historias de nuestra infancia-adolescencia que disfrutamos y recordamos con fervor. Como anécdota, recientemente hemos podido ver dos películas bastante aceptables, Desafío Total y Dredd, basadas en un relato de Philip K. Dick y un cómic respectivamente, y que en sus anteriores adaptaciones cinematográficas los protagonistas eran nuestros iconos Schwarzenegger y Stallone. La alusión a la desbordada proliferación de remakes es necesaria para entender y situar en un marco apropiado las nuevas películas de nuestros sexagenarios héroes de acción favoritos.

Aparte de las dos entregas de Los Mercenarios hemos podido disfrutar de Sly y Arnold en Una bala en la cabeza (dirigida por el maestro Walter Hill) y El último desafío. Para mayor regocijo, los dioses nos han escuchado y en breve podemos contar con ambos en la misma película, The Tomb. Otras viejas glorias que parecían deambular sin rumbo últimamente y que han atendido nuestras súplicas son Bruce Willis, en una nueva -y mediocre comparada con las obras maestras de las anteriores entregas- Jungla de Cristal y Mel Gibson con la divertidísima Vacaciones en el Infierno.

Lo que más nos gusta de todo esto es que los propios actores son conscientes de que su época de esplendor físico ha pasado y, a pesar de mantenerse dignamente en forma, no pretenden ocultar el paso de los años. Las escenas increibles de acción (las mal llamadas fantasmadas) siguen existiendo, pero suelen venir acompañadas de dosis de realidad en forma de chistes y alusiones a su avanzada edad y la lejanía de los tiempos mejores. Y seremos simples, pero nos gustan estos chistes. Nos sirven para recordar las muchas aventuras vividas al lado de estos hombres que, por muy viejos que estén, siempre serán mejores que los Jasons Momoa o los Jeremies Renner de turno.

Mientras tanto, no dejamos de cruzar los dedos para ver un modelo más avanzado de Terminator pero con el mismo molde de Arnold Schwarzenegger.