viernes, 7 de junio de 2013

Cine y Realidad


El cine nació como una forma de registrar y reflejar la realidad. Y lo sigue siendo, pero no tanto. En la actualidad, en la mayoría de películas con grandes presupuestos se introducen elementos inverosímiles que, gracias a las casi infinitas posibilidades de los medios digitales, no nos impiden seguir la acción y el argumento. Nos involucramos sin esfuerzo en la historia que nos cuentan a través de la pantalla, al mismo nivel que a principios del siglo XX y nos quedamos cerca de aquellas primeras proyecciones hiperrealistas de los hermanos Lumière.

Tenemos una paradójica sensación de realidad hacia elementos que sabemos a ciencia cierta que no existen: alienígenas, robots, incumplimientos de leyes físicas, etc. Gran parte de culpa de esto lo tiene el cine digital y la creación de efectos especiales a través del ordenador. Con la evolución de la tecnología digital, los píxeles cada vez se notan menos y, hasta cierto punto, nos olvidamos de que estamos viendo una película. Se consigue que determinados elementos se integren en un paisaje real, como los dinosaurios de Parque Jurásico, o bien que establezcan un elevado contraste con ese paisaje, como el T-1000 de Terminator 2.


En definitiva, la composición digital permite tanto viajar al pasado, al Jurásico, como al futuro de un adulto John Connor, y de manera creíble durante las dos horas que dura la película.

La sensación de realidad que nos aporta el lenguaje cinematográfico ha tenido varias etapas en la historia del Séptimo Arte. En los primeros años, durante el cine primitivo, el realismo era tal que los espectadores se integraban en los acontecimientos narrados casi a nivel físico; poco les faltaba para huir despavoridos ante la inminente llegada de la locomotora. Poco después, con la llegada del cine clásico, la pantalla llegó para quedarse. El mundo virtual quedó limitado a su superfície rectangular, haciendo que los espectadores obviaran el resto del espacio físico. Además, con elementos como el montaje, bien utilizados, se superaban las limitaciones espacio-temporales. Las historias eran reales, cotidianas, verosímiles.

No obstante, poco tardó en llegar la fantasía, de la mano del mago George Méliès. Aprovechándose de las posibilidades del nuevo medio y de la candidez de un público desacostumbrado, junto con una muy fértil imaginación, utilizaba el cine para plasmar sus trucos de magia con mayor facilidad e impacto. Por primera vez, y a muy temprana edad, el cine mostraba imágenes que no eran reales.
A nivel artístico y comercial, estos trucos no acabaron de triunfar y el cine realista se impuso rotundamente. Los efectos especiales -definidos como los trucos e instrumentos a disposición del cineasta para mostrar algo que no es real, es decir, para engañar al espectador- se consideraron un componente marginal, una herramienta innecesaria para la verdadera esencia del cine: el reflejo de la realidad. Obras magníficas que los utilizaban, como King Kong u otras del maestro Ray Harryhausen tuvieron éxito, pero eran escasas y suponían prácticamente un subgénero.

La llegada del vídeo a mediados del siglo XX y su aplicación en la técnica cinematográfica supuso un salto de calidad en los efectos especiales. Éstos no dejaron de ser algo marginales, pero, dada la sencillez y comodidad del vídeo, comenzaron a ser más frecuentes. Pero en el cine seguían siendo despreciados y las bondades del nuevo medio se concentraron especialmente en la televisión (obviamente) y los videoclips.

No fue hasta la década de los 90 cuando, gracias a la composición digital, los efectos especiales ganaron importancia hasta el punto de modificar la visión cinematográfica de la representación de la realidad. Fue tan importante la evolución, y tan rápida la adaptación del ojo del espectador, que la percepción de aquellos efectos especiales artesanales, de Méliès, de Harryhausen, que tan creíbles parecían al público de la época, para la generación actual de espectadores puede resultar hasta ridícula. Los efectos que antes se elaboraban delante de la cámara ahora se insertan no ya detrás, sino después, en post-producción.

Una reivindicación parecida experimenta actualmente la animación. Antes de la aparición de los aparatos de Edison o los Lumière existía una serie de artilugios, sencillos pero muy ingeniosos, que se considera el embrión del cine. En una época donde la fotografía comenzaba a popularizarse, surgieron como los primeros intentos de reflejar la imagen en movimiento: thaumátropo, fenakistoscopio, estroboscopio, zoótropo, praxinoscopio, etc. Consistían básicamente en series de dibujos que, gracias a un mecanismo manual, se sucedían en un bucle y -utilizando la persistencia retiniana- otorgaban al cerebro humano la sensación de movimiento.

Sabemos que la animación continuó tras el advenimiento del cine. Pero como sus imágenes no eran realistas, se basaban en meros dibujos y los movimientos eran toscos e inverosímiles, pasó, como los efectos especiales, a un segundo plano. Con la llegada del cine digital, la animación ha resurgido con fuerza. No ha sustituido al cine realista, pero prácticamente se ha equiparado a él a nivel comercial y creativo. Los defensores del cine hiperrealista, de aquél que parecía único (según el cineasta ruso Andréi Tarkovski, el cine abstracto era imposible), han visto cómo el registro de la vida cotidiana no supone la única forma de pasar un buen rato delante de una pantalla.

Más información:
Manovich, Lev. El lenguaje de los nuevos medios de comunicación. Editorial Paidós.

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