sábado, 17 de marzo de 2018

House, una casa alucinante


Justo en la vorágine de títulos mezcla de comedia y terror que disfrutamos durante la década de los ochenta (y que todos tenemos en mente y no vale la pena recordar; si queréis un día hacemos una lista), nuestro idolatrado productor Sean S. Cunningham quiso regalarnos una película del género, siempre rentable, de casas encantadas.

Contra todo pronóstico, esta vez no es una familia con niños provistos de un perverso sexto sentido la que se instala en la mansión de marras, sino un escritor de novelas de terror (otro tópico entrañable) de relativo éxito que busca que la soledad de su nueva vivienda resucite a unas musas que atraviesan un mal momento. Aunque esa supuesta necesidad de inspiración no sea el verdadero motivo del traslado...

Dirigida por Steve Miner, quien ya coincidió con Cunningham en dos entregas de Viernes 13, House, una casa alucinante cuenta con un reparto sin grandes estrellas pero con caras muy conocidas gracias a la televisión. El escritor-al-borde-del-fracaso protagonista, Roger Cobb, lo interpreta William "El Gran Héroe Americano" Katt; quien hace de insufrible vecino chafardero es George "Norm" Wendt, en un papel que le viene como anillo al dedo; también vemos a Richard "Bull" Moll en otro personaje también apropiado para él, como es el de militar psicópata. Por último, la superestrella del cine y ex-señora Cobb es interpretado por Kay Lenz, una cara muy conocida en la televisión de esa década tan prodigiosa. Para no extendernos demasiado en la ficha técnica sólo añadiremos a las menciones a Harry Manfredini, músico habitual de las Viernes 13 de Cunningham, y al bueno de Fred Dekker quien, aunque no escribió directamente el guión, sí es suya la historia.

Ya hemos arrojado pequeñas pinceladas de la sinopsis en anteriores párrafos; Roger Cobb es un escritor cuya última novela, Baño de sangre, ha sido un rotundo éxito. Sin embargo tiene la presión de su editor, quien le exige que escriba más páginas, preferiblemente del género de terror. Pero Cobb sólo tiene en mente el relato de sus experiencias en la guerra de Vietnam. Tras el suicidio de su extraña tía, en extrañas circunstancias, Cobb decide trasladarse a la casa que ha recibido en herencia. Aunque a su vecino pelmazo le esgrime como argumento la necesidad de soledad con fines creativos, el motivo real y ciertamente inconfesable de la mudanza es encontrar a su hijo, desaparecido según él en la piscina de esa casa, delante de sus propios ojos.

A partir de ese momento comienzan a sucederse fenómenos extraños dentro de la casa, que originaron, entre otras cosas, el suicidio de la anciana tía. Monstruos en el armario, herramientas punzantes levitando y arrojándose, demonios que simulan ser su ex-mujer y cuyas extremidades mantienen vida autónoma... Lo más normal hubiera sido que el inquilino abandonara la estancia tras ser testigo de las primeras manifestaciones pero Cobb, trastornado por la pérdida de su hijo y por Vietnam, asume los fenómenos paranormales como si fuera una simple plaga de cucarachas. O como si un mapache del tamaño de un San Bernardo hubiera instalado su madriguera en el armario.

No nos explican el origen de la maldición de la casa -ni falta que hace, estamos en los ochenta!- pero sí la desaparición del niño; lo secuestra, de la manera que los fantasmas secuestran a niños vivos, Big Ben, el compañero más cercano de Roger Cobb en Vietnam y a quien éste se negó a matar cuando agonizaba, lo que provocó que los charlies lo capturaran y lo torturaran durante semanas. Capturar a su hijo fue su venganza al convertirse en fantasma. Pero, por supuesto, nuestro protagonista consigue vencerlo, rescata a su hijo y se dan un suculento banquete de perdices.

House es otro ejemplo de esas películas de terror que tanto proliferaban en la década de los 80 que incorporaban elementos de comedia que hacen que ahora, treinta años más tarde, prevalezca el factor cómico sobre el terrorífico. Obviando la irresponsable comparación de limitaciones técnicas, esta película daba más miedo hace tres décadas que ahora, pero se sigue disfrutando igual. Los efectos especiales, de ésos hechos a mano y que tanto nos gustan, a ojos del siglo XXI envejecen francamente bien, la música cumple su función estupendamente y la historia, sin tenernos boquiabiertos cada segundo, es suficiente para que mantengamos el interés en todo momento. No suele ser un título demasiado recordado hoy en día pero algo bueno tiene que tener para contar con dos -o tres?- secuelas.


viernes, 2 de febrero de 2018

La Furia del Planeta Rojo



Es indudable que para los autores del cine de ciencia-ficción de los años 50 la Tierra se les había quedado pequeña. La mayoría de veces eran los aburridos extraterrestres los que no tenían otro pasatiempo mejor que invadirnos, pero también había casos en los que la imaginaria tecnología terrícola permitía algún periplo más allá de la Luna. Para hacer el relato un poquito más verosímil los viajeros espaciales no iban mucho más allá de lo concebible. Se quedaban, por ejemplo, en Marte.

Un viaje de ida y vuelta a Marte es lo que nos cuenta La Furia del Planeta Rojo (The Angry Red Planet, 1959), escrita y dirigida por Ib Melchior, y protagonizada por Gerald Mohr, Nora Hayden, Les Tremayne y Jack Kruschen.

Un cohete enviado a Marte había perdido la comunicación con la Tierra y se daba por perdido. Sin embargo, un día se detecta su presencia cerca de la atmósfera terrestre y se consigue su aterrizaje. Contra todo pronóstico, de los cuatro tripulantes que iniciaron la misión hay dos supervivientes: la doctora Iris Ryan y el piloto O'Bannion, gravemente contaminado por una extraña sustancia en su brazo. Al tratarse de una afección desconocida en nuestro planeta, la única manera de salvarlo es que la doctora Ryan recupere la memoria. Y así comienzan a relatarnos tan curioso y pintoresco viaje.

Tras un trayecto insólitamente breve -hay elipses temporales representadas por un calendario que indica los días transcurridos que no evita sin embargo la sensación de que aquello se ha rodado en una mañana-, el aterrizaje (o amartizaje?) del claustrofóbico vehículo espacial en el planeta rojo se realiza sin problemas. Permanecen un tiempo observando por la ventana, sorprendidos por la exuberancia de la vegetación autóctona y por la ausencia de cualquier tipo de movimiento o sonido. Como en el cohete ya han pasado muchos días y no consideran necesario que ningún miembro de la tripulación permanezca allí dentro como medida de auxilio, salen los cuatro de expedición, hacia lo desconocido. Y, por supuesto, en la superficie de Marte no hay únicamente plantas.

Técnicamente la película es muy irregular; combina efectos sorprendentes para la época como el "famoso" Cinemagic, ese filtro rojo que dota de una atmósfera muy convincente a nuestro planeta vecino, con voluntariosos cutreríos como dibujos no excesivamente logrados suplantando maquetas de la nave o el propio decorado de la cabina. Eso sí, los monstruos marcianos, que es lo que en el fondo nos interesa, son más que dignos y merecen un puesto en las listas de criaturas célebres de la ciencia-ficción cincuentera. Destaca la planta carnívora, la ameba amorfa, el caudillo de tres ojos y, especialmente, la maravillosa rata-araña-murciélago.

Pese a su frívola apariencia, La Furia del Planeta Rojo cuenta con su conato de moraleja. Al final, los malvados marcianos, tras acosar a los frágiles misioneros terrestres y acabar con la vida de alguno, permiten que dos de ellos regresen a su hogar con el fin de entregar un mensaje; una amenaza de que pagarán las consecuencias si vuelven a molestar a los poderosos habitantes de Marte, si se les ocurre regresar a ese planeta sin haber sido invitados.